Quieran o no animalistas, ecologistas de salón y anticazas varios, Alonso Quijano, Don Quijote, es cazador. El abogado Santiago Ballesteros rescata del olvido esta faceta del «gran madrugador y amigo de la caza» cuatro siglos después de la muerte de Miguel de Cervantes.
El XVII es el Siglo de Oro de los grandes escritores de lengua española. También de los genios de la pintura. Es el siglo de Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, Calderón de la Barca, San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Velázquez, Rubens… Es la época de monarquía universal de Felipe III, El Rey Planeta, y la picaresca.
Don Quijote es admirado y citado de Ciudad de México a Toronto. De Soria a Siria. Y Miguel de Cervantes, el gigante de la literatura, define a su personaje principal en el primer párrafo de la novela como «gran madrugador y amigo de la caza» y entre sus posesiones destaca un «rocín flaco» y un «galgo corredor». Contrasta la buena reputación del cazador del Siglo de Oro con la actual visión que de la caza existe. ¿Qué ha pasado?
También la montería está presente en El Quijote. Dedica Cervantes un capítulo entero a la caza de un «colmilludo jabalí» en una jornada montera en las cercanías de Zaragoza. En la obra aparecen los galgos, las liebres, el silvestrismo, la cetrería y la caza de perdiz con reclamo macho y de conejo con hurón y ballesta. Y todo ello, en el libro más leído después de la Biblia.
Un regalo para los cazadores
Los cazadores españoles deberíamos saber sacar partido a este regalo, a este tesoro que Miguel de Cervantes nos ha dejado para siempre. Quieran o no animalistas, ecologistas de salón y anticazas varios, Alonso Quijano, El Bueno, es cazador.
En el sector cinegético hemos justificado la caza desde el punto de vista de la conservación, la economía y el desarrollo rural. El libro Don Quijote: gran madrugador y amigo de la caza ahonda en una nueva vía, la de la cultura. Un novedoso argumento que entronca, entre otros, con la declaración de la cetrería como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad: considerar la caza como parte de nuestra identidad cultural. Y la prueba viva es que Don Quijote, el más universal personaje del más universal escritor español, es cazador.
No solo Cervantes, Quevedo también escribió a la caza
Es otra herramienta más con la combatir el desconocimiento, los prejuicios y la demagogia de quienes repudian la venatoria. Porque, ¿sabían que Francisco de Quevedo escribió el prólogo de uno de los tratados cinegéticos más importantes de la historia? Pues así fue. Quevedo, señor de la Torre de Juan Abad, en pleno Campo de Montiel, escenario de la primera salida del Quijote, prologó el libro Tratado de la Ballestería y la Montería (1645) de Alonso Martínez de Espinar.
El arte de la época consideró la caza un tema importantísimo. Como botón de muestra, Velázquez y sus escenas cinegéticas o el magnífico lienzo de Rubens La cacería del jabalí de Calidón. El Quijote es, además, una novela de naturaleza con grandes paisajes como telón de fondo: Sierra Morena, La Mancha, el Campo de Montiel, el río Ebro… La mayoría de la acción transcurre a la intemperie, en despoblados, como gusta al hombre libre. Es la historia de un hidalgo cazador y un labrador manchego transformados en caballero y escudero.
Las referencias a la caza en El Quijote
Durante la presentación Don Quijote: gran madrugador y amigo de la caza muchos de los asistentes, algunos cervantistas recalcitrantes y no aficionados a la caza, otros cazadores simplemente, reconocían que jamás se había fijado en esta faceta del personaje.
En la colosal obra de Cervantes las referencias a la caza no son abundantes pero sí constantes y muy importantes. Toda la acción del capítulo 34 de la segunda parte discurre en una montería de la época. Quizá es la referencia más extensa, pues incluso los personajes discuten y argumentan en torno a las bondades de la caza. Don Quijote –que cuando era Alonso Quijano era cazador– y el duque defienden la caza y tratan de convencer a Sancho de las bondades de la misma.
También aparece la mujer cazadora encarnada por la bizarra cetrera que encuentran amo y escudero en las orillas del Ebro. Encontramos igualmente dos hermosas jóvenes cazando fringílidos, y están también referencias a la carne de caza en las bodas de Camacho el rico –capítulo 20–.
Diego de Miranda, uno de los personajes más entrañables e importantes de la novela, el Caballero del Verde Gabán, es descrito sin rubor por Cervantes como gran aficionado a la caza: «Mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido».
Y dice Sancho, cuando amo y escudero se encuentran con los galeotes condenados a galeras en las inmediaciones de Sierra Morena, que los forzados que van encadenados se asimilan a «un galgo atraillado».
Ballesteros, monteros, cetreros…
Hablar de ballestería y montería era lo mismo que hablar de caza. Lo recogen tanto Juan Mateos –además Ballestero Principal de Felipe III– como Alonso Martínez de Espinar en Origen y dignidad de la caza (1634) y Arte de Ballestería y Montería (1644), sus respectivos tratados cinegéticos.
Ambas modalidades son definidas por el segundo como «un acto en el que el hombre con maña o con violencia reduce a su dominio los más silvestres y fieros animales, valiéndose para esto de diferentes engaños e instrumentos, como son ballesta, arcabuz, lanza, venablos, lebreles, sabuesos, caballos o buey».
El ballestero es en realidad el cazador. Su nombre le viene del uso generalizado para la caza de la ballesta, que en aquella época había desplazado al arco –como en la guerra–. Aunque los había con más y menos experiencia, ser ballestero es sinónimo de profesional experimentado de la caza. Le «son universales todos los géneros de caza mayor y menor, y el montero está limitado a cualquiera de ellos en particular, sin tener igual ciencia y destreza en todos», escribe Martínez de Espinar.
El ocaso de los grandes ballesteros
Ser un gran ballestero exige gran diligencia y conocer las «delgadezas» del monte y las costumbres de los animales. Pólvora y arcabuz desplazan a lances y ballestas. La eficacia del cazador crece y se vuelve menos diligente. «Cesó la ballesta y asimismo se acabaron los grandes ballesteros; porque ya los hombres no buscan delgadezas, después que no les aprovechan a las aves sus alas, ni a los animales su astucia o ligerezas, que el arcabuz facilita todo al hombre; y así, en cualquier parte animales y aves rinde a la muerte», escribe Martínez de Espinar.
El nombre de montero –mencionado por Cervantes en el capítulo 34– se toma «de los mismos montes, y como al que cultiva una huerta o jardín el hombre común que le dan es hortelano o jardinero, así que al que sigue la caza mayor y la concierta con el sabueso y mata, le dan el nombre de montero».
También se consideran monteros los que siguen la caza mayor y la conciertan y la matan con arcabuz y sabueso. En esencia, es un experto cazador de mayor, pero a diferencia del ballestero ni domina todas las técnicas ni sabe matar cualquier género de caza.
También está la caza de volatería, la cetrería de hoy. Para Martínez de Espinar «es un acto que con desvelos y astuta enseñanza consigue el hombre que a las aves que están en su libertad vagueando los vientos, otras que él ha enseñado reduzcan su dominio». Las ilustraciones de la época muestran la captura de aves como la garza.
Los chucherería, la caza del pueblo
Junto a ballesteros, monteros y volateros encontramos a los chucheros, los que practican la caza de chuchería. Para la Real Academia de la Lengua ‘chuchería’ es «cosa de poca importancia, pero pulida y delicada» y «el arte de chuchear para cazar perdices y pájaros».
Martínez de Espinar la define como «una fullería mañosa con que el hombre engaña muchas maneras de aves y animales con cenaderos, con señuelos vivos y muertos, con redes, lazos y otros muchos instrumentos para todo género de aves».
Los señores no la practicaban. Reservada al pueblo por ser considerada poco noble, se vale de la maña y la astucia en lugar de la fuerza. Es precisamente la que le gustaría practicar a Sancho –capítulo 34–. Martínez de Espinar y Mateos hablan también de cazadores a secas, que son aquellos que, no siendo chucheros, matan aves mayores, conejos y liebres con arcabuz, ballesta y lazos de alambre y cazan con perdigón manso las perdices –como Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán– poniendo lazos de cerda llamados perchas.
De la ballesta y la lanza al arcabuz
Además de la lanza, el arma de caza por excelencia hasta la primera mitad del XVII es la ballesta. La cita Sancho en el capítulo 34 de la segunda parte: «Que aquí tengo el alma atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta».
Después los arcabuces la reemplazaron rápidamente en el campo de batalla y los terrenos de caza. Los tiros cambiaron las costumbres de los animales. Mateos, grandísimo aficionado a cazar jabalí a caballo, dice en 1635: «Anda la caza tan amedrentada de los tiradores, que ya no salen estos animales a tierra a propósito de poderlos correr con los caballos».
También Cervantes conoce bien sus efectos. En la Batalla de Lepanto (1578), embarcado como infante de marina, los balazos de arcabuz le convierten en El Manco.
La irrupción de la pólvora
El arcabuz es la génesis de las armas actuales y supone el ocaso de la ballesta y los grandes ballesteros. Se utilizaba tanto para la caza mayor como para la menor y, al igual que hoy, con diferentes cargas y proyectiles en función de la pieza. La irrupción de la pólvora negra, que generaba al fogonazo una gran humareda, es una revolución. Con ella llegan los accidentes de caza.
Debían de ser frecuentes, pues Martínez de Espinar, «el que da el arcabuz a su Majestad», habla con profusión en el Arte de Ballestería y Montería (1644) de los siniestros habidos: «Usando mal de él, es traidor a su mismo dueño, porque con amigo ni enemigo jamás sabe de burlas». También dice: «Muchas muertes desgraciadas han sucedido con estas armas de fuego: unas por venganza, otras por burlarse con ellas quien no las conoce, y otras por malicia del oficial que las hizo y vende».
Los reventones también eran habituales. El mismo Martínez de Espinar llega a recomendar que se establezca una especie de inspectores o política de calidad –«veedores»– en su fabricación, pues el exceso de pólvora o munición podría provocar que el arma reventara. De ahí un refrán que aleccionaba sobre la forma correcta de cargarla: «Pólvora poca y perdigones hasta la boca».
Si quieres saber más acerca de la caza en el Quijote…
Cazador, manchego y abogado experto en Derecho cinegético y medioambiental, Santiago Ballesteros, el autor de este artículo lo es también del libro Don Quijote: gran madrugador y amigo de la caza, publicado en 2015 por la editorial La Trébere.
Dirigido por Pedro González de Arispe con prólogo de Patxi Andión, en él Santiago Ballesteros conjuga tres de sus aficiones, literatura, historia y caza, para registrar todas las referencias que Miguel de Cervantes hace a la actividad cinegética en su texto universal.
El artículo Sí, Don Quijote es cazador. Así era la caza en la época de Cervantes aparece primero en Revista Jara y Sedal.